viernes, 23 de junio de 2017

Este jueves, un relato: "Caer en la tentación"




Aun no entiendo cómo pudo ocurrir. A pesar de no llevar dinero en el bolsillo y de tener pensado regresar a casa en unos veinte minutos, terminé en el bar de Tony, bebiendo chupitos mientras le contaba mis penas. Tengo vagos recuerdos de esa tarde. La cosa debió de ponerse fea cuando entraron aquellos tipos. Eran cuatro, de aspecto extraño, no dejaban de mirarme y cuchichear entre ellos. Yo andaba un poco mareado, nunca antes había probado esas pastillas de colores que Tony solía ofrecerme, pero que siempre declinaba tomar. Fui al baño a lavarme un poco la cara para despejarme cuando me encontré con una araña gigante que movía sus patas como si estuviera tocando el piano. Me reí, aquello no tenía ni pies ni cabeza, pero era divertido. Lo estaba pasando bien, parecía un videojuego.

         Desperté al día siguiente, en una habitación de hospital. En realidad no era consciente del tiempo que llevaba allí, ni de quién me había llevado, tampoco recordaba qué sucedió tras las risas y los destellos de luz que mis dilatados ojos observaban por todas partes. Mis padres me miraban callados, incrédulos, totalmente decepcionados.


         Pensé en lo que había hecho el día anterior  y fue ahí cuando me di cuenta de que había metido la pata hasta el fondo. Miré el reloj, ya no había solución. Maldije el instante en el que decidí salir a despejarme. Los apuntes me agobiaban y necesitada un descanso. En esos mismos instantes, en la Universidad, comenzaban los exámenes de selectividad para los que tanto tiempo había estado preparándome.     

Más relatos sobre la caer en la tentación en el blog de Leonor   

jueves, 8 de junio de 2017

Este jueves, un relato: "Helado de..."




El helado me fascina. Cuando era pequeña, todos los años nos íbamos una semana de vacaciones a la playa. Como a la mayoría de los niños me encantaba jugar con la arena y bañarme en el mar, pero con lo que más disfrutaba era con las copas de helado que me tomaba por las noches. No era yo niña de cucurucho o tarrina pequeña, que va, elegía siempre la copa que más bolas y de más colores y sabores diferentes tuviera. Si ésta, además, podía ir decorada con una palmerita o loro de cartón e incluso con una bengala encendida, mejor que mejor.

Mis padres pensaban que no sería capaz de terminarme aquellas montañas de bolas de colores y se sorprendían al comprobar que no dejaba ni una sola gota. No faltaban las fotografías para inmortalizar el momento. Aún hoy, cuando las veo, recuerdo con nostalgia esos años en los que elegir el postre era mi mayor preocupación.

El verano no finalizaba con los días en la costa, en el pueblo, aunque no existieran heladerías cómo tal, sí que estaba el típico quiosco de chucherías en el que también podías comprar helados. Cada año esperaba las novedades que la marca de turno traía en el cartel para probarlas. Y es que siempre me ha gustado elegir los sabores más exóticos, cómo se diría hablando de moda, las últimas tendencias. Helado nuevo que saliera al mercado, helado que yo tenía que probar, no vaya a ser que al año siguiente lo quitaran y me quedara sin conocer su sabor.

Con el paso del tiempo, mi afición no decayó, aunque sí  comencé a cambiar las copas gigantes por otras de varias bolas a elegir o tarrinas de tamaño mediano. Entre mis sabores favoritos menta-chocolate, plátano, kínder y melón. De los del quiosco me quedo con Drácula, frigopie y calippo, aunque éste último era de hielo. Tampoco le hacía ascos a los llamados poloflash con los que te refrescabas en las interminables y calurosas siestas.

Creo que esta afición mía por los helados la heredé, en parte, de mi abuela, a la que también le encantaban. Si ibas a hacerle una visitan en verano, no podías llevarle nada mejor que una tarrina, se ponía  la mujer contentísima y disfrutaba saboreándola tanto como yo.

Bueno, os dejo, escribir estas cosas me está dando gana de… ya sabéis, voy a mirar en el congelador, o mejor aún, creo que me pasaré por la heladería más cercana. Definitivamente, el helado no tiene edad. 

Más relatos e historias sobre helados refrescantes en el blog de Inma

miércoles, 22 de febrero de 2017

Este jueves, un relato: "historia de una escalera"






Aquella escalera se había convertido en una metáfora de lo que era su vida. Se había propuesto subir cada día un peldaño más, solo uno, puede que para algunos fuera poco, pero para él, era todo un mundo. Haciéndolo así, tardaría bastante, pero terminaría consiguiendo su objetivo. Llegar hasta arriba y mirar atrás sin miedo a caer, sin temor a derrumbarse y volver al principio. Así era su día a día tras el accidente. Al principio, pensó que jamás llegaría a subir ni tan siquiera un par de escalones. Observaba el final de éstos cómo si del monte Everest se tratara, una meta inalcanzable para él y sus entonces débiles, por no decir casi muertas, piernas. Pero rendirse nunca había entrado en sus planes, ni aun cuando todo era oscuro e incierto. Estaba tocado, pero no hundido, y sabía que, tarde o temprano, volvería a flotar.


Esa mañana, al despertar, fue consciente de que el esfuerzo de tanto tiempo por fin obtendría su recompensa. Ansiaba culminar el ascenso de aquella interminable escalera que tan cuesta arriba se hacía. Solo faltaba un peldaño, un paso más para lograr su sueño, para conseguir que su vida volviera a pintarse de colores vivos. Antes de posar el pie en el rellano, miró al suelo de donde venía y también el techo al que se encaminaba, el objetivo estaba cerca, pero ahora, tocaba marcarse otro. Así, cada día, volvería a tener una nueva ilusión, algo por lo que luchar y esforzarse. Sus piernas, estaban más vivas que nunca, pero podían estarlo todavía más, y no pararía hasta conseguirlo. 


Podéis encontrar más historias sobre una escalera en el blog de Charo


jueves, 26 de enero de 2017

Este jueves, un relato: "Soledades"




“Mamá, hoy sí que no puedo ir al cole, estoy malo de verdad, me duele mucho la cabeza y tengo angustia”. Cada mañana, Alfonso trataba de poner algún pretexto para no ir a clase, pero de poco le servían las excusas. De lunes a viernes allí estaba él, entre las paredes del edificio que, de un tiempo a esa parte, se había convertido en una cárcel en la que recibía la peor de las torturas.

Nada más llegar, notaba las miradas de desprecio de sus compañeros y escuchaba los primeros insultos: cuatro ojos, empollón de mierda, feo, gordo asqueroso,  ¿a dónde vas con esa cara? ... Intentaba ignorarlos, pero ni pasando de ellos lograba que terminasen.

Ya en el aula, enseguida se le acercaba algún niño a su pupitre para quitarle algo de material escolar, con las consiguientes risas y mofas del resto de alumnos. A veces, otro le daba un pescozón e incluso en más de una ocasión le escupían en la mesa o ponían un chicle en la silla para que se le quedara pegado al pantalón.

Las horas lectivas se le hacían eternas, pero lo peor, sin duda, eran los recreos. Solo él y quiénes lo sometían a las peores vejaciones, conocían todo cuanto acontecía en esos minutos de descanso.

Alfonso no sabía cómo hacer frente a la situación. Ya no le quedaba ni un solo amigo y eso, sumado al acaso que recibía por parte de la mayoría de sus compañeros, estaba haciendo que cada vez se encontrara más triste, sin tan siquiera gana de salir con la bici por miedo a encontrarse con alguno de esos niños por la calle.

Nada más llegar a casa y comer lo poco que su pequeño y medio cerrado estómago le aceptaba, se encerraba en su habitación, dónde sus padres pensaban que jugaba a la videoconsola y hacía los deberes, sin ser conscientes de que pasaba más tiempo llorando e intentado dormir para olvidar, que haciendo otras cosas propias de niños como él.

Aquel día, creyó haber llegado al límite. O ponía una solución a su problema ya, o acabaría tirándose por el balcón o cometiendo cualquier locura parecida. Llegó al colegio y al primer insulto recibido, reaccionó sacando toda la ira y rabia que tenía acumuladas. Se miró las manos ensangrentadas y observó a Matías tirado en el suelo, dolorido, abrumado por una situación que muchos podían haber evitado y que ahora lamentaban. Ya era tarde. Entre todos, habían logrado acabar con la inocencia de Alfonso, le habían arrebatado su niñez.


Más historias sobre soledades en el blog de Pepe