“No puedo vivir del recuerdo”, se repite constantemente. Una vez más, su marido la ha sorprendido con los ojos vidriosos y ese portarretratos entre las manos. Lo mira con tanto cariño, que la imagen resulta sobrecogedora. La foto tiene más de cuarenta años, pero le sigue trasmitiendo sentimientos encontrados. Por un lado, gratos recuerdos de aquellos tiempos de infancia y adolescencia. Por otro, añoranza e impotencia al no poder regresar al lugar en el que fue realizada, su pueblo natal. De allí se marchó nada más casarse, al decidir su marido que lo mejor para ambos era emigrar al extranjero en busca de un futuro prometedor. Hicieron las maletas y viajaron hasta Francia. Él consiguió un buen trabajo y ella optó por ejercer de ama de casa. Los hijos no tardaron en llegar. Dos varones y una niña.
Aparentemente son la pareja perfecta y una familia feliz, pero ella siente un enorme vacío que nada ni nadie logra llenar. Tan solo de pensar en su tierra, su gente y sus raíces, las lágrimas comienzan a brotar de sus enormes ojos negros. “¡Si al menos viviéramos en España!”, piensa. Son muchos los kilómetros que le distancian de su patria y no ve el momento de volver. Ha intentado hablar del tema con su esposo en numerosas ocasiones, aunque siempre recibe la misma contestación: “¡no seas egoísta, mujer, aquí vivimos bien, tengo un buen trabajo y a nuestros hijos no les falta de nada. Tu lugar es éste!”.
Con el tiempo, se ha resignado a admitir que del pueblo solo le quedan sus vivencias y algunas fotografías como aquella. Ahora bien, hay una cosa que tiene bien clara, por fortuna, nadie le puede arrebatar sus recuerdos.
Suelta el portarretratos y saluda a su marido. “Hola, cariño, la comida ya está lista, ¿quieres tomarte una cerveza mientras preparo la mesa?”.