Cogió la correspondencia. Entre todas las cartas, una le llamó especialmente la atención. Era un sobre blanco con su nombre y dirección escritos a mano. Le dio la vuelta para ver de quién procedía y pudo comprobar que n o tenía remite. No importaba, ya suponía quién la había escrito.
Una vez dentro de casa, se sentó en el sofá sin dejar de mirar el papel. Sabía que tenía que abrir la carta y leerla, pero el miedo y la incertidumbre eran tan grandes, que estaba paralizada. Permaneció inmóvil durante unos minutos hasta que reaccionó. Lo mejor era conocer el contenido de la misiva y salir de dudas.
Sara vivía en un pequeño apartamento a las afueras de la ciudad. Hacía pocos meses que se había independizado gracias a la ayuda económica de sus padres. Trabajaba para un arquitecto amigo de su madre y ganaba lo justo para costearse sus caprichos.
Un día se cruzó en su camino Rubén, el panadero de la tahona situada en la calle principal del barrio. Lo que más le llamó la atención, nada más conocerlo, fueron sus enormes ojos negros. Sara comenzó a frecuentar el establecimiento con más asiduidad. Compraba el pan, que luego congelaba, como excusa para poder ver a Rubén, hasta que un sábado, al sacar la barra de la bolsa, encontró un pequeño papel doblado con un número de teléfono y un breve mensaje: “Me encantaría conocerte mejor. Llámame si te apetece tomar un café”. ¡No se lo podía creer! Aquel apuesto panadero se había fijado en ella. Lo llamó y tuvieron una cita a la que siguieron muchas más.
Sin apenas darse cuenta, se vio metida en una relación que le apasionaba. Solo había un problema, eran dos personas de mundos muy diferentes, a las que distanciaban aspectos culturales, políticos y religiosos. Al principio no hablaban del tema, pero conforme el amor que sentían el uno por el otro fue creciendo, decidieron que lo mejor sería mantener el noviazgo en secreto hasta que Sara decidiera cómo contárselo a sus padres.
Ya habían pasado más de seis meses desde entonces, un tiempo marcado por el contraste entre los maravillosos momentos vividos juntos y las discusiones motivadas siempre por el mismo asunto, ese escollo difícil de salvar. Sara pedía tiempo para formalizar la relación y Rubén comenzaba a desesperarse. Ahora, la joven enamorada tenía una carta entre sus manos de la que intuía no le iba a gustar el contenido.
Empezó a leer y conforme pasaban las líneas las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas:
“Querida Sara:
Me ha costado mucho trabajo tomar esta decisión.
Sabes que te quiero con locura y que estoy dispuesto a lo que haga falta para estar a tu lado, pero ya veo que tú no. Entiendo que necesites tiempo para hablar con tus padres, pero ¿cuánto? Ya llevamos más de medio año viéndonos a escondidas y no puedo soportar esta situación. Yo trato de ponerme en tu lugar, piensa si haces tú lo mismo, sinceramente, creo que no. Andas más preocupada por tus cosas que por nuestra relación y parece que no te importa lo que yo pueda pensar o sentir.
He meditado cada palabra de esta carta antes de escribirla. Lo siento, ya no hay vuelta atrás. Ha sido un placer conocerte y compartir contigo unos meses maravillosos, pero no puedo seguir con una historia de amor estancada que puede que no nos lleve hacia ningún lugar. Te deseo lo mejor de aquí en adelante. Cuídate y ya verás como encuentras a alguien que te haga feliz y con quien tengas menos problemas que conmigo.
Besos, Rubén.”
Si quieres conocer otras historias y relatos sobre este tema, "en los zapatos del otro", entra en el blog de Gastón D. Avale