Era
la primera vez que Arturo subía a un tren. A penas había salido del pueblo y a
sus diez años, hacer un viaje de varias horas solo le parecía una aventura.
Mamá no estaba muy contenta con la idea de que su retoño hiciera aquel trayecto
sin compañía, pero no le quedó otra que aceptarla. La situación era complicada
y lo mejor era mantener al niño alejado de ella. Pasaría una temporada con sus
tíos de Madrid hasta que las aguas volvieran a su cauce.
Sentado en el pasillo, Arturo no
dejaba de observar todo cuanto había a su alrededor. Le llamaban la atención
aquellos señores tan bien vestidos, maletín en malo, que se dirigían a la
capital a trabajar; las señoras, con esos preciosos trajes y peinados tan bien
hechos; una pareja de jóvenes que se daba un fugaz beso pensando que nadie los
veía; el revisor pidiendo lo billetes a los pasajeros… Todo era nuevo para él.
Se imaginó con uno de esos trajes
azul marino. Pensó cómo sería su vida cuando tuviera quince o veinte años más y
algunos miles de euros en la cartera. Fantaseó con la idea de ser un empresario
de éxito, ¿por qué no? Él también tenía derecho a soñar con un buen futuro.
Cuando quiso darse cuenta, el tren
estaba entrando en la estación en la que él tenía que bajarse. Allí debían esperarlo
la tía Julia y el tío Luis. Hacía mucho tiempo que no los veía, pero los
recordaba elegantes y enamorados. Eran la pareja más bonita que había visto
nunca, pues jamás discutían –o eso pensaba él- como sí que lo hacían, a veces,
sus padres.
Cogió la maleta y bajó los escalones
que separaban el vagón del andén con sumo cuidado. Miró a un lado y a otro sin
ver a sus familiares por ningún sitio. Se sentó un banco a esperar, seguramente
tardaran unos minutos, o puede que pensaran que la hora de llegada del tren era
otra.
Las agujas del reloj que divisiva
desde su posición, no dejaban de avanzar a la par que su nerviosismo iba en
aumento. ¿Qué haría si sus tíos no llegaban? ¿Por qué todavía no estaban allí?
¿Habría pasado algo malo?
Al cabo de las dos horas,
desesperado por la ausencia de noticias, Arturo se dirigió a un policía que
vigilaba la estación para contarle lo que le pasaba. Seguramente él pudiera
llevarlo con su familia o, al menos, avisar a sus padres de que había llegado a
Madrid y se encontraba bien.
Fueron horas de incertidumbre y
desconcierto. Cuando por fin estuvo en casa de sus tíos y éstos le contaron lo
que había pasado, comprendió que tendría que madurar rápido, a pesar de su
corta edad. Se dio de bruces con la realidad de su familia, esa que pensaba que
era tan idílica y cuya perfección se desvaneció tan rápido cómo se evapora el
humo de un cigarrillo.
Jamás regresaría al pueblo. Trataría
de labrarse un futuro lejos de aquel pasado. La verdad era demasiado dura,
incluso, para creerla, pero no, aquello no era una película, aunque estaba
convencido de que él también tendría su final feliz, la oportunidad de
progresar, olvidar e incluso perdonar a sus padres. Pero no ahora, no hoy…
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