En cuanto conocí la propuesta de este jueves, pensé en mi querida Blanquita. La perra más guapa y buena que he conocido y conoceré nunca. Escribir esto me produce una mezcla de alegría y tristeza, nostalgia del tiempo que disfruté de su compañía.
En nuestra familia nunca habíamos tenido perro, aunque si otras mascotas como tortugas, canarios o peces. Mi hermana insistía en que acogiéramos a uno, pero mis padres siempre le decían que no, hasta que le prometieron que conseguiría su deseo cuando terminara los estudios en el instituto.
Así fue como Blanquita llegó a nuestra casa. Una amiga de mi tía tenía una perra en el campo, que había dado a luz cuatro cachorros y nosotros nos quedamos con uno de ellos. Cuando nos la dieron parecía un peluche, tan pequeña, blanca como la nieve (de ahí su nombre), sin apenas pelo y con un hocico rosa claro que tenía un pequeño lunar negro en el centro. En seguida se hizo con el cariño de todos. Se puede decir que se convirtió en la alegría de la casa.
Blanquita no era una perra cualquiera. Nos dimos cuenta enseguida de que tenía algo especial y así nos lo confirmó el veterinario. Sorda de nacimiento, había que tener mucho cuidado para que no le pasara nada cuando salíamos de paseo por campo, ya que no escuchaba el sonido de los coches.
Con el tiempo, aquel pequeño cachorro se convirtió en una preciosa perra de pelo blanco y ensortijado, tan suave, que daba gusto acariciarla. Además, la mancha negra del hocico se extendió, cubriéndolo entero y pasando a ser de ese color.
Son muchas las satisfacciones que Blanquita nos dio. Es increíble lo agradecido que puede llegar a ser un animal y lo contento que se pone cuando llegas a casa tras haber estado fuera. Ya quisieran algunos humanos ser la mitad de cariñosos que casi cualquier perro, pues me consta, por otras experiencias que conozco, que la mayoría suelen dar estas muestras de aprecio a sus dueños.
Los años pasan para todos, incluso para nuestra querida mascota, que cada día se hacía un poquito más mayor. Seguía bien, aunque en sus últimos días de existencia notamos que se cansaba enseguida, e incluso le suponía un gran esfuerzo dar pequeños paseos. Ya no tenía la vitalidad de su juventud.
Así estuvo un par de semanas hasta que, el 9 de junio de 2012, su corazón dejó de latir. Fui yo misma quien me la encontré delante de las escaleras. Mi hermana también la había visto al bajar a trabajar, pero pensó que estaba dormida, pues se quedó tal y cómo estaba cuando se echaba una de sus interminables siestas. Pero no era así, le di una pequeña patada con el pie, con el temor de que no despertara. Era cómo si intuyera lo que había pasado, que ya nunca volvería a despertar, que aquella era su última y definitiva siesta.
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