Todo empezó como una locura de juventud. Ese día trazamos un plan que de salir bien nos llevaría a vivir una noche inolvidable. Aún recuerdo cómo pasamos la semana previa pensando la manera de conseguir nuestro propósito sin ser “cazados”, aunque finalmente dejamos paso a la improvisación.
Viernes por la tarde. Mi amiga Inma y yo en mi habitación del colegio mayor buscando modelito para la ocasión. “Tú déjate asesorar por mí”, me dijo, y así lo hice. Una cita de aquellas características se merecía que ella, una de las chicas con más estilo y clase del colegio, me aconsejara. Después de mucho rebuscar en el armario, tanto en el mío como en el suyo, elegimos un pantalón y una camiseta negros acompañados por pendientes y otros complementos de color verde que alegraban el conjunto. Como toque estrella una sesión de maquillaje iba incluida en el lote y, como no, un bolso de fiesta y un abrigo, también negro. “Así vas genial”, me comentó, “guapa pero sin llamar la atención”. Y es que debíamos de ir bien arreglados pero a la vez intentando pasar desapercibidos.
El momento se acercaba y he de reconocer que los nervios se apoderaron un poco de mí. Pensé en qué pasaría si el plan no salía bien, aunque enseguida deseché esa opción, no sé porque, pero estaba convencida de que todo saldría bien.
Me dirigí hacia el lugar en el que había quedado con mis amigos de la Facultad. Los cuatro fuimos muy puntuales, no había tiempo que perder. Nos montamos en el coche de Marisol y pensamos “¡Que sea lo que Dios quiera!”. Entre todos decidimos que sería mejor intentar entrar por el parking, simplemente había que tener suerte y que nadie nos pidiera entrada ni acreditación alguna. A partir de ahí, todo debía ir sobre ruedas. Y así fue.
Cuando llegamos al Palacio de Congresos de Madrid y vimos la alfombra roja, la gente esperando en la calle a ambos lado y la nube de periodistas, nos dimos cuenta de a dónde íbamos en realidad y surgieron las dudas sobre si alcanzaríamos nuestra meta. Pero nada nos paró. Entramos al parking como si tal cosa y, una vez aparcado el coche, cogimos el ascensor para subir a la planta principal. ¡Objetivo conseguido! Ya estábamos dentro y nadie nos había llamado la atención.
Como todavía era pronto, nos colocamos detrás de los periodistas para ver entrar a los actores más aclamados del momento. A la hora de ver la gala creímos que lo mejor era esperar a que casi todo el mundo estuviera acomodado en sus asientos para intentar conseguir unas cuantas butacas en las que situarnos. La gala transcurrió sobre ruedas. En los descansos salíamos a los pasillos para cotillear un poco. En aquel entonces TVE todavía tenía anuncios y como era una ceremonia retransmitida en directo por televisión, había que hacer paradas de vez en cuando. Recuerdo que al final, incluso nos bajamos al patio de butacas. Ya no teníamos miedo a que nos echaran de allí y nos sentíamos en nuestra salsa.
Después llegó lo mejor, la copa en la que los actores celebraban sus éxitos. Nosotros, como si tal cosa, nos hicimos fotos con algunos de ellos, como con Héctor Alterio, que había recibido un premio honorífico a toda su carrera y que fue la mar de simpático. A esas horas ya había hambre y el ágape fue bien agradecido por nuestros estómagos, al igual que los cócteles y las copas de después.
Esa noche dormimos felices, con la satisfacción de haber conseguido nuestro objetivo, “colarnos” en la Gala de los Goya y sentirnos como estrellas de cine en medio de verdaderos profesionales del gremio. Aquella locura de juventud se hizo realidad y aún hoy la recordamos con muchísimo cariño.