miércoles, 11 de febrero de 2015

Los fantasmas se aburren




Llegó el día en que los fantasmas del viejo caserón se tomaron vacaciones. Acostumbrados a trabajar sin descanso, no se hallaban sin nada que hacer. Pasaron a dedicar el tiempo a corretear de un lado a otro, aunque sin nadie a quien asustar, no resultaba igual de divertido. Añoraban las noches en las que salían de sus escondites para atemorizar a los inquilinos del ruinoso edificio. No era de extrañar que fueran pocos los que resistieran más de dos semanas en el lugar, por lo que nadie se decidía a llevar a cabo ningún tipo de reforma en él. Si no lo impedían, la construcción acabaría viniéndose abajo y con ella su futuro e ilusiones. ¿Qué sería de unos pobres fantasmas sin lugar en el que pernoctar y realizar su trabajo? El miedo no tiene sentido si no hay quien lo padezca, por eso, necesitaban encontrar nuevas víctimas urgentemente.

            Lo ideal era que una familia comprara la casa. Los niños son las víctimas preferidas de todo fantasma que se precie, poder asustarlos a ellos y, por que no, también a sus padres, les devolvería la vida que poco a poco estaban perdiendo. Les encantaba generar corrientes de aire y arrastrar las cadenas provocando ruidos. Todo valía con tal de hacer surgir el medio.

            Tras meses de descanso, finalmente, un joven matrimonio con tres niños se animó a comprar el viejo caserón. La alegría de los fantasmas fue tal, que organizaron una fiesta para celebrarlo. Los inquilinos aún tardarían unos días en llegar, por lo que podían ser todo lo escandalosos que quisieran.


Una gran explosión los sorprendió en medio del jolgorio. Los cimientos del viejo edificio temblaron y, por una vez, los fantasmas pasaron de crear miedo a padecerlo. No sabían lo que estaba sucediendo, pero deducían que nada bueno. El estruendo dio paso al silencio. Rodeados de polvo, comprendieron que alguien había decidido derrumbar su casa, dejándolos, del mismo modo, huérfanos de esperanzas. 

jueves, 5 de febrero de 2015

Este jueves, un relato: "Compartiendo el final"



Todo estaba listo. Tras meses de preparativos, Laura se disponía a dar el si quiero a Alejandro. Llevaban juntos quince años y se conocían a la perfección (o al menos eso creían) La relación siempre había ido bien. Pocas discusiones, muchos detalles y un amor que amigos y familiares notaban con solo mirarlos a los ojos. 

La peluquera retocaba el moño, añadiéndole algunas horquillas más. Laura estaba preciosa, pero su mirada no brillaba como en otras ocasiones, aunque nadie parecía percatarse de ello, pues andaban demasiado ocupados con los últimos detalles del enlace. Quedaban pocos minutos para el momento que cambiaría su vida y las dudas asaltaban a la joven. 

Bajó las escaleras de su casa en silencio, distraída, sin tener en cuenta ni al fotógrafo, ni a las damas de honor, ni tan siquiera el cuidado de no pisarse el vestido. Los segundos parecían estirarse cual chicle en manos de un niño. 

Al salir a calle, donde la esperaban sus vecinas ávidas de cotilleo, tuvo claro que aquella no era la vida que quería. Y corrió, corrió con todas sus fuerzas, sin importarle los tacones que llevaba, bajo la mirada estupefacta de los allí presentes.

Cuando conoció la noticia, Alejandro sintió que sus sueños se desvanecían. No imaginaba pasar el resto de sus días lejos de Laura. Pensaba que nunca lo superaría. Pero no le quedaba otra. O cambiaba el chip o la tristeza acabaría consumiéndolo. 

Poco a poco, consiguió rehacer su vida. Cada vez salía más, se había refugiado en el deporte y en sus amigos y no le iba nada mal. Dejó, incluso, de pensar en ella. Justo cuando mejor estaba, siete meses después de aquél día imborrable, recibió un telegrama que lo removió todo: "Alejandro, vivo en Holanda, trabajo en un local donde exponen sus obras todo tipo de artistas noveles. Estoy aprendiendo mucho y soy feliz”.

Más historias distintas pero con el mismo final en el blog de Lucía