La felicidad nunca había rondado la puerta de su hogar. Samara conocía la desgracia desde su nacimiento. Ese día, una niña saludaba a la vida mientras otra se despedía para siempre. La custodia pasó a manos de los abuelos maternos, que intentaron darle lo mejor. Aunque, con la venta ambulante, a penas obtenían lo justo para alimentar y vestir a seis hijos y una nieta.
Las dificultades económicas impidieron que estudiara. Tras unos años en el colegio, dejó las aulas para ayudar a la familia en el puesto de ropa que regentaban. Juntos recorrían los mercadillos de media provincia.
Ella aprovechaba su desparpajo para meterse a las mujeres en el bolsillo y venderles hasta el último calcetín. Nunca un capricho, siempre una sonrisa. Por fuera, aparentaba ser fuerte y madura, por dentro, se desquebrajaba cómo una muñeca de cristal.
El único aliciente que encontraba en las interminables mañanas de trabajo eran las almendras que le regalaba Juan, el chico del puesto de frutos secos. Más que el detalle, apreciaba su enorme sonrisa, custodiada por dos simpáticos hoyuelos.
Cada jornada el mismo ritual: visita al puesto de Juan, un tímido saludo, cruce de miradas, y un leve roce de manos al recoger el puñado de almendras tostadas.
Esa mañana, Samara no obtuvo el regalo esperado. Al acercarse a Juan, éste le puso un papel en la mano y fue doblando sus dedos uno a uno hasta cubrirlo por completo. Ella no entendía nada. Se alejó con el puño apretado, pensando que broma era aquella. Tenía que encontrar a alguien de confianza, que supiera leer, para que le dijera el mensaje que contenían esas palabras.
Se hubiera decantado por su abuela, pero no quería ponerla en un aprieto, pues sabía lo justo para que no la engañaran en las ventas, Por más vergüenza que le diera, tendría que hablar con el yayo. “Hija, mía, aquí pone: ‘Si confías en mí, acércate de nuevo al puesto cuando den las dos´”.
Esperó ansiosa el momento del reencontrarse con Juan. ¿Qué le querría decir? ¿Sería algo importante, o simplemente pretendía reírse de ella? Había llegado la hora de averiguarlo. Se presentó delante del puesto y le dijo con voz firme: “¿Qué quieres?”. Juan le indicó que esperara unos segundos, fue hacia la furgoneta y volvió con un bello ramo de flores.
“Samara, desde el primer día que viniste con tu abuela, me cautivaste con tu dulzura. De esto ya hace unos años. Mi mente me decía que te declarara mi amor, pero mi timidez me lo impedía. Solo quiero que sepas que me gustaría salir contigo y que voy en serio. Piénsalo. Somos jóvenes y no me importa esperar”. En ese mismo instante, Samara supo que la suerte por fin había llamado a su puerta.