“Mamá, hoy sí que no
puedo ir al cole, estoy malo de verdad, me duele mucho la cabeza y tengo
angustia”. Cada mañana, Alfonso trataba de poner algún pretexto para no ir a
clase, pero de poco le servían las excusas. De lunes a viernes allí estaba él,
entre las paredes del edificio que, de un tiempo a esa parte, se había
convertido en una cárcel en la que recibía la peor de las torturas.
Nada
más llegar, notaba las miradas de desprecio de sus compañeros y escuchaba los
primeros insultos: cuatro ojos, empollón de mierda, feo, gordo asqueroso, ¿a dónde vas con esa cara? ... Intentaba
ignorarlos, pero ni pasando de ellos lograba que terminasen.
Ya
en el aula, enseguida se le acercaba algún niño a su pupitre para quitarle algo
de material escolar, con las consiguientes risas y mofas del resto de alumnos.
A veces, otro le daba un pescozón e incluso en más de una ocasión le escupían
en la mesa o ponían un chicle en la silla para que se le quedara pegado al
pantalón.
Las
horas lectivas se le hacían eternas, pero lo peor, sin duda, eran los recreos.
Solo él y quiénes lo sometían a las peores vejaciones, conocían todo cuanto
acontecía en esos minutos de descanso.
Alfonso
no sabía cómo hacer frente a la situación. Ya no le quedaba ni un solo amigo y
eso, sumado al acaso que recibía por parte de la mayoría de sus compañeros,
estaba haciendo que cada vez se encontrara más triste, sin tan siquiera gana de
salir con la bici por miedo a encontrarse con alguno de esos niños por la
calle.
Nada
más llegar a casa y comer lo poco que su pequeño y medio cerrado estómago le
aceptaba, se encerraba en su habitación, dónde sus padres pensaban que jugaba a
la videoconsola y hacía los deberes, sin ser conscientes de que pasaba más
tiempo llorando e intentado dormir para olvidar, que haciendo otras cosas
propias de niños como él.
Aquel
día, creyó haber llegado al límite. O ponía una solución a su problema ya, o
acabaría tirándose por el balcón o cometiendo cualquier locura parecida. Llegó
al colegio y al primer insulto recibido, reaccionó sacando toda la ira y rabia
que tenía acumuladas. Se miró las manos ensangrentadas y observó a Matías
tirado en el suelo, dolorido, abrumado por una situación que muchos podían haber
evitado y que ahora lamentaban. Ya era tarde. Entre todos, habían logrado
acabar con la inocencia de Alfonso, le habían arrebatado su niñez.
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