Ángela siempre había sido una niña tímida y solitaria, “la rara de la clase”, como solían llamarla sus compañeros del colegio. Ese carácter reservado se acentuó con la muerte de su única y gran amiga, Gloria “la empollona”. Hacían una pareja peculiar, o eso le parecía al resto de niños. Mientras todos jugaban en el patio, ellas preferían quedarse en clase haciendo cuentas, repasando la lección o cosiendo, una labor que a ambas le encantaba.
Gloria enfermó, cada día estaba más deteriorada, le costaba respirar y sufría grandes dolores de estómago. Sus padres la habían llevado a los mejores médicos, pero ninguno lograba encontrar el mal que la aquejaba. Ángela jamás se separó de su lado, ni siquiera cuando tuvo que dejar de ir a clase debido a su enorme debilidad. La visitaba cada tarde y hablaban cómo lo hacían en el colegio durante los recreos, aunque Gloria apenas si podía sostener la aguja.
Ya habían pasado quince años de la muerte de su amiga, un día que Ángela era incapaz de borrar de su memoria. Tres lustros, uno detrás de otro, en los que la imagen de Gloria venía a su mente una y otra vez y con ella los remordimientos. Había llegado el momento de contarle a alguien su gran secreto, el que la atormentaba y le impedía seguir hacia delante con la conciencia tranquila.
El problema era a quién elegir como receptor de sus inquietantes palabras. No tenía amigas, se llevaba mal con sus padres y los vecinos no la miraban con buenos ojos por ello. “¿Y si acudo al párroco del pueblo?”, pensó. “Él seguro que me escuchará, yo me quedaré más aliviada y el secreto seguirá siendo tal al tratarse de una confesión”. Así lo hizo.
-“Ave María Purísima”.
-“Sin pecado concebida”.
-“Verá, Padre, quería contarle algo que sucedió hace ya muchos años, algo que hice y de lo que me arrepiento enormemente. No pretendo que me comprenda, pero le diré que mi motivo principal para cometer tal atrocidad era la envidia y los celos que sentía hacia mi amiga Gloria”.
-“Hija, tú siempre has sido una buena niña a pesar de tener poco contacto con tu familia. No entiendo qué has podido hacer que resulte tan terrible y menos si te refieres a un hecho que aconteció, según dices, hace años”.
-“Usted no sabe de lo que yo soy capaz. Por aquel entonces devoraba libros de botánica. Los sacaba de la biblioteca y los leía tratando de encontrar alguna planta con la que poder envenenar a Gloria poco a poco, sin levantar sospechas. Después de una búsqueda exhaustiva, encontré una que había visto mil veces en el camino del rey, unas pequeñas flores de las que, según me informé, se extraía un polvo blanquecino e insípido que debilitaba el organismo humano hasta parar el corazón. Cogí un par de ramos, los llevé a casa y extraje aquellos polvos. Unos polvos que añadiría a la merienda de Gloria cuando nadie pudiera verme. Era una labor complicada. Normalmente, todos salían corriendo al patio y ella iba al servicio. Yo la esperaba en clase con el bocadillo abierto y aliñado con aquellos polvos mágicos”.
-“Pero hija, esto que me cuentas es terrible”.
-Lo sé, Padre, y ahora lo comprendo, pero entonces solo pensaba en ser el centro de atención y ella me hacía demasiada sombra”.
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San