La
playa estaba tranquila aquella tarde. El verano llegaba a su fin y quedaban
pocos turistas en la zona. Luis observaba el ir y venir de las olas, eran
pequeñas, como a él le gustaban. A veces, las plasmaba en el papel. Siempre le
atrajo la pintura. Nada le relajaba más que sentarse sobre la arena, escuchar
el ruido de las gaviotas y meditar sobre lo afortunado que se sentía.
El sol comenzaba a caer, la imagen
era tan bella, que sacó su libreta y el lápiz de grafito para inmortalizarla. Nada
podía interrumpir ese agradable momento. El dibujo iba tomando forma. Se sentía muy inspirado, tanto, que no podía dejar
de pintar. Un trazo por aquí, otro por allá… Las olas seguían tranquilas, al
igual que su mente. Era como si bailaran, acompasadas, al ritmo de una suave melodía.
De repente, algo llamó su
atención. A lo lejos se intuía el cuerpo de un bebé, pensó que era imposible,
su imaginación debía estar jugándole una mala pasada. Cerró los ojos y los
volvió a abrir, comprobando que no se trataba de un espejismo ni nada por el
estilo.
Se lanzó al mar con la intención
de salvarlo, pero las piernas no le respondían, si no reaccionaba a tiempo, el
pequeño moriría ahogado. Aquello no le podía estar pasando a él, tenía que ser
una pesadilla. El cuerpo era mecido por las olas ante su mirada de
desesperación cuando escuchó: “¡Papá, ahí está la muñeca, cógemela por favor!”
Respiró aliviado, pero incapaz de seguir con su dibujo. Tendré que ir al
oculista, pensó.
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