No era consciente de que su avaricia había llegado a límites insospechados. La frecuencia de sus visitas a aquel lugar aumentó de manera tan desproporcionada, que los trabajadores comenzaron a alarmarse.
Todo empezó cómo un pequeño juego, atractivo, eso si, pero sin peligro aparente. Pensó que, en los tiempos que corren, cualquier intento de mejorar la situación económica es lícito y viable. Todo fuera por el bien de su familia.
Sin embargo, la esperanza de ganar dinero de manera fácil y rápida se desvaneció. Al principio se jugaba unos cuantos euros en las tragaperras, después añadió un par de décimos de lotería a la semana, a los que también unió visitas esporádicas al bingo y alguna que otra partida de póquer en el casino.
El casino, ¡ay el casino! Esa fue su perdición. Entrar en él y verse rodeado de personas ávidas de dinero, le incitaba a apostar y apostar en la ruleta. Le gustaba el tacto y el color de las fichas, los números impares y los negros, la incertidumbre al ver moverse la bola por entre las diferentes casillas de la ruleta sin saber dónde iba a terminar… Todo esto le despertaba la curiosidad y el deseo, especialmente este último.
Llegó un momento en el que lo de menos era perder dinero, eso ya no le importaba. Necesitaba satisfacer su necesidad de apostar, de jugarse el pan de su familia sin a penas darse cuenta. Fundía los pocos ahorros que le iban quedando en fichas que se perdían por entre el agujero de la mesa hacia el que las dirigía el crupier después de cada ronda.
Y ahí sigue, noche tras noche, en su particular cárcel. Cuatro paredes llamadas CASINO de las que no sabe cómo salir mientras una empleada, a la vez que su cartera, grita ¡No va más!
Una enfermedad de dificil cura, hay quien se ha jugado hasta su propia vida.
ResponderEliminarBesos.
Es problema real. Pero no es avaricia, ningún avaro arriesgaría así su dinero.
ResponderEliminarEs un caso de ludopatía.