Esta habitación tan llena, me hace sentir, a la vez, tan vacía… Me encierro aquí cómo si fuera mi refugio, pero no consigo abstraerme de todo cuanto la rodea. La casa parece distinta. La calma reina en cada rincón, está tranquila, demasiado tranquila. Necesito sosiego, pero echo de menos los gritos, risas, llantos y peleas que llenaban este espacio hasta ayer.
Nunca olvidaré ese día. ¿Quién me iba a decir que acabaría sola? Aseguran que la culpa es mía, pero yo no lo veo así. Ellos no son las únicas víctimas de esta historia, y menos él, que va por ahí intentando dar pena.
Afirman que estoy enferma y que no pueden aguantar más vivir a mi lado, que cualquier día cometo una locura y que han intentado ayudarme pero yo no lo he consentido. ¿Ayudarme a qué? ¿A aislarme del mundo? ¿A encerrarme en un sitio lleno de locos? Eso creen que soy, una loca desquiciada que no sabe cuidar ni a su marido ni a sus hijos, que por no saber, no sabe ni cuidarse a sí misma.
No entiendo cómo mi familia ha podido abandonarme, cómo mis hijos, ya mayores, han tomado partido por su padre. Creo que, los únicos locos que hay aquí son ellos y que ya volverán arrepentidos cuando vean que sin mí no son nadie. ¿Loca yo?
Voy a salir a dar una vuelta. Estar encerrada en esta casa que ya no es hogar no me hace ningún bien. En la calle, todas las miradas se dirigen hacia mí. Pienso que la noticia de mi abandono se ha difundido con demasiada velocidad y que de ahí vienen esos ojos que me observan sin disimulo alguno. Continúo mi camino, sin rumbo, cuando noto una mano amiga posarse sobre mi hombro. “Vamos a mi casa, Rosa, y te dejo algo de ropa”, dice mientras me deja un espejo en el que observarme, pero yo, no me reconozco.
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