Llegó el día en que los fantasmas
del viejo caserón se tomaron vacaciones. Acostumbrados a trabajar sin descanso,
no se hallaban sin nada que hacer. Pasaron a dedicar el tiempo a corretear de
un lado a otro, aunque sin nadie a quien asustar, no resultaba igual de
divertido. Añoraban las noches en las que salían de sus escondites para
atemorizar a los inquilinos del ruinoso edificio. No era de extrañar que fueran
pocos los que resistieran más de dos semanas en el lugar, por lo que nadie se
decidía a llevar a cabo ningún tipo de reforma en él. Si no lo impedían, la
construcción acabaría viniéndose abajo y con ella su futuro e ilusiones. ¿Qué
sería de unos pobres fantasmas sin lugar en el que pernoctar y realizar su
trabajo? El miedo no tiene sentido si no hay quien lo padezca, por eso, necesitaban
encontrar nuevas víctimas urgentemente.
Lo
ideal era que una familia comprara la casa. Los niños son las víctimas
preferidas de todo fantasma que se precie, poder asustarlos a ellos y, por que
no, también a sus padres, les devolvería la vida que poco a poco estaban
perdiendo. Les encantaba generar corrientes de aire y arrastrar las cadenas
provocando ruidos. Todo valía con tal de hacer surgir el medio.
Tras
meses de descanso, finalmente, un joven matrimonio con tres niños se animó a
comprar el viejo caserón. La alegría de los fantasmas fue tal, que organizaron
una fiesta para celebrarlo. Los inquilinos aún tardarían unos días en llegar,
por lo que podían ser todo lo escandalosos que quisieran.
Una gran
explosión los sorprendió en medio del jolgorio. Los cimientos del viejo
edificio temblaron y, por una vez, los fantasmas pasaron de crear miedo a
padecerlo. No sabían lo que estaba sucediendo, pero deducían que nada bueno. El
estruendo dio paso al silencio. Rodeados de polvo, comprendieron que alguien
había decidido derrumbar su casa, dejándolos, del mismo modo, huérfanos de
esperanzas.
Ahora les tocaba a ellos sufrir por miedo
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